Al principio, las caídas fueron inevitables. Mi rodilla derecha terminó llena de raspones, y más de una vez quise rendirme. Pero mi abuelito no me dejó. "Una vez más", decía mientras me animaba. Y tenía razón: después de varios intentos, de repente sentí que estaba equilibrándome. Mi abuelito había soltado la bicicleta sin que me diera cuenta, y cuando miré hacia atrás, estaba ya andando por la calle. ¡Lo había logrado!