Durante los años noventa del siglo pasado, se emprendieron numerosos proyectos de gestión del conocimiento basados principalmente en sistemas informáticos avanzados destinados a "capturar", almacenar, buscar y distribuir conocimiento. Sin embargo, la gran mayoría de estos proyectos fracasaron. Se encontraron dificultades para "capturar" el conocimiento de las personas, y una vez almacenado, rara vez se utilizaba en la práctica diaria, a pesar de ser relevante para aquellos a quienes se dirigía inicialmente (McDermott, 1999; Prax, 2003). Estos fracasos se debieron, en gran medida, a una comprensión errónea del conocimiento y de las condiciones necesarias para compartirlo.
En muchos casos, se intentó administrar conocimiento ya existente mediante herramientas informáticas diseñadas para tal fin, asumiendo erróneamente que la creación y el intercambio de conocimiento eran procesos obvios. Sin embargo, la realidad demostró lo contrario: