Ella lo miraba y pasaba de uno a otro rincón, doblada de lado la cabecita, meciendo su cuerpecito endeble, como si se arrastrara. Se arrimaba al Baul, y con un dedito se estaba allí sobando manchitas, o sentada en la cuca, se estaba ispiando por un hoyo de la paré a los que pasaban por el camino. Tenían en el rancho un espejito ñublado del tamaño de un colón y ella no se pudo ver nunca la joroba, pero sentía que algo le pesaba en las espaldas, un cuenterete que le hacía poner cabeza de tortuga y que le encaramaba los brazos; la petaca.
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-Hay que hacer perimentos defíciles, vos, pero si me la dejás unos ocho días, te la sano todo lo posible.
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Ella se jaló de las mangas del tata; no se quería quedar en la casa del sobador y es que era la primera vez que salía lejos, y que estaba con un extraño.
-¡Papa, paíto, ayeveme, no me deje!
-Ai tate, te digo; vuá venir por vos el lunes.
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-¡Andáte ligero, te la vuá tener!
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El sobador se estuvo acorralándola por los rincones, para que no se saliera.
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