Hubo un tiempo en el que el ser humano se autoproclamó especie dominante en el planeta y, como tal, legitimada para someter a la naturaleza a su antojo y hacer uso de sus recursos de la forma que le pareciera más conveniente. Algo a lo que, en resumen, había que temer y combatir a partes iguales para garantizar la propia supervivencia.
Este antepuso sus intereses a cualquier consecuencia negativa que el progreso, aparentemente irrefrenable, pudiera comportar no solo en la preservación ecológica del planeta, sino también para la propia especie humana.