Lo expuesto se desprende que, aparte de la religión, la escolaridad colonial se reducía al aprendizaje de la lectura, la escritura, y, en el mejor de los casos, las cuatro operaciones fundamentales de la Aritmética. Con todo, no se piense que saber leer y escribir era moneda corriente por aquellos tiempos, tal como lo refiere López, (2003), “más del 90% de la población era analfabeta. Más aún, entre las segregadas mujeres –incluidas blancas y mestizas– el porcentaje sobrepasaba el 98%”. (p. 32). Esta recomendación no pasó de ser letra muerta, pues aunque la nobleza indígena gozaba del privilegio de recibir una educación más esmerada, el común de la población muy raramente llegaba al conocimiento de las primeras letras. El mismo Sínodo de Quito determinó que los doctrineros debían ser “sacerdotes doctos, que den buen ejemplo de vida y costumbres, que sepan la lengua de los indios que es general en este nuestro Obispado” (Vargas, 1978, p.19).
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