Queda claro, pues, que la primera causa del descenso de la población indígena fue, con diferencia, la epidemiológica. Lo cual, no lo olvidemos, ha sido una constante en la mayor parte de los grandes procesos expansivos de la Historia. Las bacterias viajaron junto a los españoles que, sin ser conscientes, introdujeron un arma letal frente a las poblaciones sometidas. Estas enfermedades nuevas (influenza, viruela, gripe, sarampión, varicela, peste bubónica, etc.) se sumaron a otras endémicas que ya padecían ellos, como la sífilis, la tuberculosis o la disentería. Ya Diego Álvarez Chanca, médico que viajó junto a Colón en su segunda travesía descubridora, se percató de que las enfermedades afectaban más a los amerindios que a los europeos. No tardaron en aparecer pruebas evidentes de que estos sucumbían más masivamente ante un mismo agente morbífico. Efectivamente, las enfermedades se cebaron con los nativos por dos motivos: uno, su aislamiento durante milenios, es decir, que no tenían inmunidad alguna ante ellas. Y otro, porque cuando les sobrevinieron, una detrás de otra, se encontraban subalimentados y vivían en pésimas condiciones de vida y de higiene. Ya lo denunció el padre Las Casas al señalar que las epidemias fueron más virulentas por el extenuante trabajo al que se vieron sometidos, por la escasez de alimentos y “por su desnudez”. En el siglo XX, otros muchos historiadores, como Tzvetan Todorov, afirmaron igualmente que los amerindios acentuaron su vulnerabilidad a los microbios debido a que estaban agotados de trabajar, hambrientos y desmoralizados. También antropólogos como Marvin Harris han recalcado que la capacidad de recuperación de grupos afectados por epidemias ha estado siempre directamente relacionada con una dieta equilibrada y con un nivel suficiente de proteínas.