De otra parte, sostiene Pineda (2000), suponemos que entre enseñar y aprender existe, o, por lo menos debería existir, una relación directa, es decir, que debería bastar que algo sea enseñado para que eso mismo sea aprendido; y que lo aprendido debería coincidir plenamente con lo enseñado. Eso es seguramente lo que, como profesores, siempre hemos esperado: que nuestros alumnos aprendan precisamente aquello que les hemos enseñado, y no algo distinto a ello, y no algo que nosotros no pudiésemos controlar, y no algo que pudiese “desviarlos del “camino recto” (y seguro)” que pretende mostrarles nuestra enseñanza.