Israel adoraba a un Dios que podía enojarse, quien cambia de opinión, un Dios involucrado en la historia, quien se interesaba mucho acerca de un grupo de personas cuyas apostasías lo conducían a arrebatos de impaciencia. Los más grandes filósofos de Grecia hablaban de un principio divino incambiable, muy alejado de nuestro mundo [espacio temporal], sin emociones, no afectado por nada más allá de sí mismo. Por improbable que parezca, la teología cristiana llegó a identificar estos dos como el mismo Dios; este puede ser el evento singular más notable que haya acontecido en la historia intelectual occidental.
William C. Placher, A History of Christian Theology: An Introduction (Philadelphia: The Westminster Press, 1983), 55.