Durante toda mi infancia acudí a un colegio de religiosos de Valladolid donde, entre otras cosas, trataban de inculcarnos el sentimiento cristiano de la caridad llevándonos a visitar a los más necesitados. Era una actividad que solía desarrollarse los domingos por la mañana, después de la misa, y que, en cierta forma, podía considerarse un antecedente de las que llevan a cabo las ONG de hoy día. Recuerdo aquellas excursiones, bajo el sol invernal, la llegada a los barrios donde vivían los pobres, y nos recuerdo a nosotros conteniendo con dificultad la vergüenza que nos daba entrar en aquellas casas sin apenas ventilar, con su permanente olor a comida, y enfrentarnos a la mirada hosca de sus moradores, que, sin duda, nos veían aparecer con el malestar apenas disimulado de quienes se ven obligados a exponer sus miserias ante la mirada satisfecha de los privilegiados, pues eso es lo que éramos un grupo de privilegiados que descendía de su reino de bienestar con la complacencia del que sabe que está llevando a cabo una buena acción. Pura estética, en definitiva, que poco o casi nada tenía que ver con el compromiso de la verdadera justicia. En fin, entregábamos nuestros paquetes de legumbres y azúcar, y salíamos a toda prisa en busca de los olores tenues y familiares de la mañana invernal, el olor de las castañas asadas en la calle, el de los churros y las pastelerías rebosantes de bollos recientes, ya con el pensamiento puesto en el aperitivo que nos tomaríamos poco después con nuestros padres en alguna de las cafeterías del centro. Pues todos nosotros éramos niños del centro, y la miseria de aquellos barrios, el barrio España, la cuesta de la Maruquesa, nos era en el fondo tan ajena como el mundo de las alcantarillas y el de las naves donde se amontonaba el ganado. (Gustavo Martín Garzo)