Así, podemos recuperar la preocupación de las teorías para rearticularla e inscribirla en nuestra concepción de la subjetividad y los procesos de dar sentido. Para ello es importante realizar una distinción analítica entre los conceptos. La identidad, entonces, puede considerarse como una forma o un espacio específico de subjetividad que adquiere una estabilidad dinámica y que refiere a un sentido de pertenencia colectivo, a la conformación de un nosotros imaginario, (Aboy Carlés, 2005,) y
la movilización de códigos comunes, la posibilidad de pasar de la primera persona del singular a la primera del plural en determinadas situaciones (De Ípola, 2000).
La relación entre subjetividad colectiva, sujeto social e identidad es un asunto complejo que, lógicamente, depende de qué contenido se les otorgue a cada uno de los conceptos. En un aspecto que no agota la discusión pero que puede servirnos de guía, consideramos a la subjetividad colectiva –como ya hemos presentado- fundamentalmente como un proceso para dar sentido, mientras que la identidad la consideramos una instancia diferente producto de experiencias históricas, sedimentaciones de sentidos y en el cual no puede desconocerse la mirada de la alteridad en esa conformación del nosotros.
La identidad es un elemento importante (aunque no suficiente) para la conformación de un movimiento social, tal como lo hemos expuesto. De esta manera, la identidad se transforma en una categoría tanto para comprender la conformación de un sujeto social a partir de una subjetividad colectiva, como para reconstruir las dinámicas de los movimientos sociales
donde la subjetividad y la identidad se articulan con proyectos (una dimensión de futuro) y acción colectiva (voluntad).