No resulta complicado imaginar el efecto que hubo de producir en aquellos pobladores (que habían tallado y pulido la piedra, que encontraron y utilizaron el cobre y luego el estaño, llegando incluso a alear ambos por medio del fuego para obtener bronce) el descubrimiento de un metal raro y poco frecuente, de color blanco, brillo imperecedero e insensible al fuego que otros metales derretía. Tal asombro significó la atribución al metal de singulares propiedades, de las que los demás metales carecían, salvo el oro claro está; pues ambos no eran sino regalos de la naturaleza, formados uno por el influjo de la Luna, y el otro por el del Sol. Los demás, viles metales, estaban sujetos a los cambios y transformaciones, que por los rudimentarios medios entonces disponibles podrían producirse; lejos, muy lejos, de la perfección de la plata y el oro. No es de extrañar que por ello surgiera la idea de la transmutación de los metales en un vano intento de perfeccionar aquellos viles metales y dando lugar a la aparición de las primeras doctrinas de la Alquimia. Particularmente adecuado parecía para tal propósito el mercurio, en el que se observaba el aspecto y color de la plata, hasta tal punto que se le dio el nombre de hydrargyrum (plata líquida) de donde proviene su símbolo químico (Hg).