La caracterización de la fase tardía de la modernidad como un “tiempo líquido” –la expresión, acuñada por Zygmunt Bauman2 – da cuenta del tránsito de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que los modelos y estructuras sociales ya no perduran lo suficiente como para enraizarse y gobernar las costumbres de los ciudadanos y en el que, sin darnos cuenta, hemos ido sufriendo transformaciones y pérdidas como el de la duración del mundo y sus objetos, vivimos bajo el imperio de la caducidad y la seducción; de la acumulación no funcional y del individualismo exacerbado –fenómenos que han determinado una nueva configuración de las relaciones “humanas”, tornándolas precarias, transitorias y volátiles.