La relación entre filosofía y comunicación ha sido, desde siempre y casi no es necesario repetirlo, complicada; una historia de mutua negación, o en el mejor de los casos, de indiferencia. Por su parte, pocas han sido las veces que la filosofía, desde cualquiera de sus vertientes (incluida la filosofía del lenguaje), ha intentado ver a la comunicación como objeto y proceso independiente de otros, pero, como en todo, las condiciones no son nunca gratuitas sino producto de la convergencia de circunstancias muy puntuales: desde el punto de vista de la filosofía (o las filosofías) no se ha buscado reflexionar sobre la comunicación no porque no posea la capacidad de interesar como objeto, sino porque se ha asumido que el concepto comunicación queda asimilado a las funciones propias de otros procesos y otros objetos de indagación filosófica, tales como los de significación, sentido o simbolización, entre otros (aunque en realidad pueda no ser así). Por su parte, del lado de lo que hoy llamamos estudios de la comunicación, han existido motivos propios e igualmente determinantes como para mantener una brecha entre ellos y la filosofía, mismos que se pueden sintetizar en el conflicto que implica objetivar y operar desde una noción que se intuye multidimensional y transversal a una diversidad de objetos y procesos. Así, lo que se ha hecho de este lado, a forma de estrategia epistemológicamente práctica y facilitadora, ha sido intentar definir ese objeto por todo aquello que no es, en lugar de intentar reducirlo a sus constitutivos (para entonces definirlo, por contraste, con todo lo otro con lo que pueda confundirse), resultando en un importante vacío en torno a la reflexión especulativa de la comunicación y de otros planos del conocimiento propios del quehacer filosófico.