En una segunda etapa, iniciada a mediados de la década de 1930 hasta principios de la década de 1960, se dieron importantes adelantos en lo referido a los aspectos empíricos de la investigación, lo que permitió relativizar, casi hasta el punto de negarlos, todos los presupuestos construidos y propuestos en la etapa anterior.
Esta teoría se sustenta en el descubrimiento de la selectividad de las funciones cognitivas que sugiere que las personas se exponen o atienden a aquella información que se les presenta como más consistente con sus creencias anteriores. Con ello, surgió la idea de la existencia de al menos cuatro principios básicos que regularían la opinión pública con relación a los medios. Ellos son la atención selectiva, la percepción selectiva, la memoria selectiva y la acción selectiva (De Fleur y Ball-Rokeach, 1989). Finalmente, la memoria selectiva alude a la tendencia a memorizar aquellos aspectos de los mensajes que resultan coherentes con las propias opiniones y actitudes.
Se afirma es que los medios tienden a reforzar las actitudes ya existentes. En este sentido, los argumentos de la Teoría de la Disonancia Cognitiva (Festinger, 1957) apoyan esos argumentos, ya que se propone que cuando un individuo se enfrenta con mensajes tendientes a la producción de disonancia o
desequilibrio, puede utilizar la estrategia de rechazar la información productora de disonancia o reinterpretarla selectivamente en un sentido consonante con sus creencias,
a los fines de evitar el desequilibrio y la tensión y restablecer la consonancia entre sus cogniciones.