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El principe destronado - Coggle Diagram
El principe destronado
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Martes, 3 de diciembre de 1
Entreabrió los ojos y al instante, percibió el resplandor que se filtraba
por la rendija del cuarterón, mal ajustado, de la ventana. Contra la luz se
dibujaba la lámpara de sube y baja, de amplias alas —el {ángel de la
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de la librería de sus hermanos mayores. La luz, al resbalar sobre los lomos
de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos. Era
un hermoso muestrario y en vacaciones, cuando se despertaba a la misma
hora de sus hermanos, Pablo le decía: “Mira, Quico, el Arco Iris”. Y él
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“Sí, el Arco Iris; es bonito,
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las habitaciones entarimadas, y el piar desaforado de un gorrión desde el
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almohada y, en la penumbra, divisó la cama, ordenadamente vacía, de Pablo
y, a la izquierda, el lecho vacío, las ropas revueltas, el pijama hecho un
gurruño, al pie, de su hermano Marcos, el segundo. “No es domingo”, se dijo
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“Están riquitas por dentro, están bonitas por fuera”. De repente, cesó el
ruido de la aspiradora allá lejos y, de repente, se impacientó y voceó: —¡Ya
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Su vocecita se trascoló por los resquicios de la puerta, recorrió el largo
pasillo, dobló a la izquierda, y se adentró por la puerta entreabierta de la
cocina y Mamá, que enchufaba la lavadora en ese instante, enderezó la
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se había cubierto cabeza y todo con las sábanas y aguardaba acurrucado,
sonriente, la sorpresa de la Vítora. Y la Vítora dijo mirando a la cuna:
—Pues el niño no está, ¿quién lo habrá robado?
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varias veces: “Dios, Dios, ¿dónde andará ese crío?”, para descubrirse y
entonces la Vítora se vino a él, como asombrada, y le dijo:
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Y le besaba a lo loco y él sonreía vivamente, más con los ojos que con
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—Vito, ¿quién te creías que me había robado?
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—¿Es posible?, ¿no te has meado en la cama?
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El niño se pasó las manos, una detrás de la otra, por el pijama:
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Ella le envolvió en la bata, de forma que sólo asomaban por debajo los
pies descalzos, y le tomó en brazos.
—Espera, Vito —dijo el niño—.
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dijo, mostrando los dos paletos en un atisbo de sonrisa.
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—Señora —dijo—, el Quico ya es un mozo; no se ha meado la cama.
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Quico sonreía, el largo flequillo rubio medio cubriéndole los ojos,
erguido y desafiante, se desembarazó con desmanotados movimientos de la
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lavadora mecánica zumbaba a su lado y el niño, mientras el agua caía,
enroscaba y desenroscaba el tapón rojo del tubo con atención concentrada,
mientras intuía los suaves movimientos de la bata de flores rosas y verdes, y,
de pronto, la bata se aproximó hasta él y sintió un beso húmedo, aplastado,
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pantalones y, al contacto con el agua, el niño encogió los dedos del pie y le
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La misma Vítora, con el codo, soltó el grifo frío y, al cabo, le dejó en la
bañera y él se miró, desnudo y rió al divisar el diminuto apéndice. —Mira, el
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—¡Qué sé yo! Ahora le ha dado por eso, ya ve.
—Alguien se lo enseñará —dijo Mamá reticente, mientras ponía en la
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—Ande, lo que es una... Digo yo que será al rezar. La criatura oye lo del
espíritu santo y ya ve, ni distingue.
Colocó al niño de pie y le enjabonó las piernas y el trasero. Luego, le
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—Siéntate. Si no lloras al lavarte la cara, te bajo conmigo a por la leche
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El niño apretó fuertemente los labios y los párpados, en tanto la Vítora
le restregaba la cara con la esponja. Resistió varios segundos sin respirar y,
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La Vítora tomó al niño por las axilas, le envolvió en una gran toalla
fresca y pasó con él a la cocina y, entonces, la Loren, la de doña Paulina, la
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—¡Quico, dormilón! ¿Ahora te levantas?
La Vítora le frotaba con la toalla y le dijo por lo bajo: “Dila, buenos días,
Loren”. Y el niño, bajo la toalla fresa, voceó:
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—Buenos días, hijo. ¿Sabes que se murió el gato? ¡Mira!
Levantó en el aire un pingajo negro y el niño lo distinguió, como preso,
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—¿Por qué se ha muerto, Loren?
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—¿No lo entierras, Loren? —chilló Quico.
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—No —dijo Quico, destapándole y mostrando la boca del tubo—, es un
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Tosió, al concluir, y la bata de flores rojas y verdes dijo:
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en el aire como una estela confortadora. La Vítora le dijo al niño, mientras le
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—Si toses, llamamos al Longinos.
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—Pues a mí me pinchó una vez y no me hizo daño, ve ahí. Le embutió
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el ceño y permanecía inmóvil, como pensativo. Dijo finalmente:
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La Vítora concluyó de vestirle y le dejó en el suelo, dobló la toalla fresa y
la depositó sobre el respaldo de la silla blanca, pasó al baño y tiró del tapón
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Miró al niño, desamparado, y le dijo:
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—¿Y dónde te pincha, Vito?
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—Anda, a ver. Pero no digas eso; es pecado.
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—Juan dice que los demonios tienen alas, Vito. ¿Es verdad que los
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gatos no van al cielo ni al infierno, para que lo sepas. —Pero si es negro
—dijo el niño, obstinadamente.
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arrodilló de improviso en las baldosas rojas, incrustadas de pequeños
baldosines blancos, y arrastró un trecho el tubo de dentífrico haciendo
“buuuuuuum” y, de vez en cuando, “piii—piii”, hasta que el tubo tropezó con
un botón negro y, entonces, el niño abandonó aquél en el suelo, tomó el
botón, lo examinó detenidamente por los dos lados, sonrió y se dijo: “Un
disco; es un disco”. Y, torpemente, lo introdujo en el bolso de su
pantaloncillo de pana; tomó, después, el tubo de dentífrico y lo guardó
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—Vamos a por la leche, Vito.
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—Dijiste que si no lloraba, me bajabas.
—¡Huy, madre, qué chico éste!
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colocó al niño rápidamente, sin que la notoria gafedad de sus manos
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—Mira, como vamos tan lejos.
El niño bajaba las escaleras primero con el pie izquierdo y,
seguidamente, juntaba el izquierdo con el derecho en el mismo escalón, pero
lo hacía rápido, casi automáticamente, a fin de no retrasar el apresurado
descenso de la Vítora. La tienda estaba tres casas más allá y el niño, de la
mano de la chica, recorrió la distancia, restregando su dedo anular por la
línea de edificios. En la tienda olía a chocolate, a jabón y a la tierra de las
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con los ojos los casilleros coloreados con alcachofas, zanahorias, cebollas,
patatas, lechugas y, por encima, los paquetes sugestivos de chocolate,
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galletas, cubanitos, macarrones y, más arriba aún, las botellas de vino negro
y las de vino rojo y las de vino blanco y, a mano derecha, los tarros con los
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—Mucho has madrugado tú hoy, ¿eh, Quico?
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La señora Delia salió de la rebotica y, al verle, dijo:
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Pero Quico, encuclillado, se metía entre las piernas de la parroquia y
bajo el mostrador, y bajo los tarros de caramelos, y no oía a nadie. Absorto
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y las iba guardando en el bolsillo del pantalón, junto al botón negro y el tubo
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—No creo que tarde, ya hace rato que salió.
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En el extremo del mostrador, una muchachita con abrigo marrón
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—¡Qué frescura! —dijo—. Todas tenemos tela que cortar, señor Avelino.
Y llevo aquí de plantón más de un cuarto de hora, para que se entere. Y si
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La Vítora se volvió a ella, desencajada:
—¿Y para qué quieres la boca, hija?
Quico apareció por entre las piernas de la parroquia, mirando
atemorizado a la Vítora que voceaba. El señor Avelino dijo: —Calma, hay
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—Mañana —dijo—. No me lo recuerde, señor Avelino, no sea usted
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—Es malo el señor Avelino, ¿verdad, Vito?
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—Toma, pequeño, un chupa—chups.
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Señora le sonreía desde su altura, entre las pieles, dulcemente,
estúpidamente, y, al cabo, le dijo a la Vito:
—¿No es ésta, por casualidad, la nena del señor Infante, el de Tapiosa?
—Sí, señorita, pero es nene.
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—Claro —dijo—, a esta edad. Le ve una tan rubio y con esos ojos...
Quico se había puesto serio, casi furioso:
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Ella rió, ya en alta voz, divertida:
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—¡Mierda, cagao, culo...!
La sonrisa de la Señora se cerró instantáneamente, mecánicamente,
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—?{éste? El quinto. Y dicen que no hay quinto malo, ya ve.
Luego, en el montacargas, la Vítora rezongaba:
—Se lo voy a decir a tu Mamá, para que lo sepas. ¿Tú crees que son
esas maneras de contestar a una señora? La Vito es demasiado de buena,
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El niño tenía ahora, al mirarla, los ojos lánguidos, como con mucho
blanco, por debajo de las pupilas.
—¿Es pecado, Vito? —dijo.
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Al apearse en el descansillo del montacargas, Quico tenía una expresión
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—Mira, ya está tu Mamá bañando a la Cristina.
{él entró sonriente, triunfal, levantando el chupa—chups por encima de
su cabeza. Reparó, de pronto, en el vientre abombado, liso, de su hermana y
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—Cris no tiene pito, ¿verdad, Mamá?
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—¿Y tú? ¿Tienes tú pito, Mamá?
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—Entonces, Papá ¿tampoco tiene pito?
—Mira, Juan, un avión —dijo Quico.
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e imitando con la boca el zumbido de un motor y, al cabo de un rato, cesó de
dar vueltas, arrastró el tubo por el fogón rojo de sintasol durante un trecho y
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—Mira, Juan —dijo—, ha aterrizado.
La Vítora examinó un momento a Juan, levemente descolorido, sus ojos
concentrados, profundos y negros ribeteados de ojeras:
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—¡Mira, Juan, ha aterrizado!
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—Mira, Juan —dijo—: ¡qué alto vuela!
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—Sí —respondió Juan, maquinalmente.
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Quico extrajo del bolsillo el tubo de dentífrico, lo destapó y dijo:
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—Quita —dijo Juan sin alzar los ojos del tebeo, apartando a Quico
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—¿Por qué no quieres que lo mate con mi cañón, si es malo?
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La Vítora vertía la leche en una cazuela y, al hacerlo, derramó unas
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—Y de Seve, ¿no se sabe nada?
—Digo yo que su madre seguirá igual, cuando no viene —respondió la
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—Mañana, ya ve. Para el caso...
Quico se encaramó en la butaquita de mimbre y, con el dedo, extendió
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jeroglífico, frunciendo el ceño y dijo despectivamente:
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Quico había enrojecido de entusiasmo al tiempo que exclamó: —¡Mira,
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—¡Concho!, eso digo yo, pero ¿por qué todo lo malo tiene que tocarla a
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—¿Quién, el Abelardo? ¡Huy, madre! {ése ha nacido de pie, como digo
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sábado va y la toca el cupón y, el lunes, sortean y el novio aquí, ¿qué la
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Quico se llegó a ella, le tomó las manos y la hizo palmotear con más
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—¡Dice patata! ¡Mamá, Cris ha dicho patata!
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—... y, después de todo, eso no es ninguna desgracia.
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—Según se mire. La Paqui, ya ve, me sale ahora con que lo mismo el
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—A saber. Y el Abelardo lo mismo, que tal como están ahora los negros,
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—Mamá, Cris ha dicho patata.
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—Hijo, por Dios, déjame, qué pesado, me tienes aburrida.
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entre dos platos, abrió un bote con la efigie de un bebé sonriente y sirvió en
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—Hala, a desayunar —dijo revolviendo, alternativamente, los dos platos.
Sentó a Quico en una silla blanca, arrimó otra a la mesa para Juan y ella
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La niña ingería la papilla sin rechistar y, a cada cucharada, se le
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Capitán Trueno ante sus ojos, utilizando el azucarero por atril, y al tiempo
que migaba un bollo en el Colacao, devoraba la historieta: “pagaréis cara
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“Adelante, compañeros, que ya son nuestros”. “¡Toma, canalla; ahora te
toca a ti!” En tanto, Quico golpeaba rítmicamente el mármol blanco con la
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—Vamos, Quico, come. ¡Ay, qué criatura, madre!
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se va a quedar fría, come.
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que llamo a tu Mamá, Quico!
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—Sí, un pequeñajo; eso eres tú.
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—¡Pues come! Así te harás grande como tu Papá, que si no... Quico
abrió la boca, cerró los ojos y tragó. Quico abrió la boca, cerró los ojos y
tragó. Quico abrió la boca, cerró los ojos y tragó; parecía un pavo: —Ya no
más, Vito —dijo con los ojos anegados, implorante.
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La Vítora le pasó dos veces el babero por los labios, cogió el plato con
los restos de la papilla, arrojó éstos al cubo de la basura y, luego, tomó
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—No me he hecho pis en la cama, Juan. ¿Verdad, Vito que no me he
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—¡Dice bonito! ¡La niña ha dicho bonito, Vito!
La Vítora tomó la aspiradora, el escobón, la bayeta y el recogedor y
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Quico dio una vuelta completa sobre sí, gozándose en su
independencia. Al cabo se dirigió a la rinconera, junto al fogón, y la abrió de
un tirón. El resbalón hacía “clip” al abrirse el portillo, y “clap” al cerrarse, y
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blancos y rojos, amarillos y blancos, blancos y azules y, arriba, en el estante
los frascos y botes de abrillantadores y detergentes. Cerró, se arrodilló y
abrió la pequeña portilla, bajo el fogón:
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Cristina, sentada bajo la mesa, cogía minúsculas migas de pan y se las
llevaba a la boca. Juan, inmóvil, pasaba las hojas sin pestañear. —¡El
garaje, Juan! —voceó Quico.
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Arriba estaba el gigantesco termo blanco —la bomba atómica— y, a la
izquierda, la cocina eléctrica y, a su lado, el fogón de sintasol rojo y, más a la
izquierda, la puerta encristalada del montacargas y, junto a la puerta, la
fregadera empotrada y, sobre ella, el escurreplatos y, poco más allá, la pila,
que hacía esquina con el corto pasillo, donde se abrían las puertas de la
despensa y el aseo de servicio, y comunicaba con el cuarto de plancha.
Y el grifo frío de la pila siempre goteaba y hacía “tip” y, al cabo de diez
segundos, volvía a hacer “tip”, pero eso era cuando todos, niños y grandes
callaban, y, alguna vez, Quico arrastraba junto a la pila su butaquita blanca
de mimbre, se sentaba y jugaba a decir “tip” al mismo tiempo que la pila y
cada vez que su “tip” coincidía con el “tip” del grifo frío, de modo que hiciera
“tiip”, él palmoteaba y reía a carcajadas y llamaba a Cris para que fuese
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Frente a la puerta del montacargas estaba la mesa blanca, con el
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guardaba el frutero con las naranjas, las manzanas y los plátanos, el
azucarero, el salero y la tila y el boldo que Papá tomaba por las noches,
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Y, luego, a la derecha de la puerta, que comunicaba con el resto de la
casa, se alzaba la caldera de la calefacción, brillante de purpurina y una
barrita de cristal encima llena de rayas minúsculas y de números y, 13
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atravesándola, un filamento rojo bermellón, que se estiraba y se encogía
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mirando al suelo y, de repente, se agachó, tomó una chincheta con la punta
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Mamá, aturdida con el motor de la aspiradora, recorría los rincones sin
oírle. Le vio de pronto, en la puerta, en la corriente, y gritó: —¡Vete de ahí!
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—Muy bien —dijo—. Has sido muy bueno. ¡Hala, ahora vete! —Si no, se
la traga Cris, ¿verdad, Mamá? —dijo Quico sin moverse. Mamá se llevó el
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—Y se muere, ¿verdad, Mamá?
—Sí, sí, claro —levantó la voz.
—Como el Moro, ¿verdad, Mamá?
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Quico penetró en la cocina con la cabeza gacha, el ceño fruncido y la
niña le miró desde debajo de la mesa y dijo: “Ata—atata”, pero Quico no
reparó en ella, cruzó hasta el retrete de servicio, se levantó dificultosamente
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Luego se llegó al cuarto de plancha, hurgó unos segundos en la
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amarillo. Sonrió. Regresó a la cocina, quitó el papel del caramelo, y le dijo a
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—Anda —dijo—, mira lo que tengo.
Juan, abstraído, leía: “Voy a tener el gusto de meterte un plomo entre
las dos cejas, amiguito”.
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Juan levantó sus profundos ojos negros, que se iluminaron de súbito en
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—No —dijo Quico—. Un poquito, no.
—Dame un cacho, anda —repitió Juan.
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petaquilla de plástico, la abrió y le mostró el pequeño cabo de un lapicero de
mina roja, un sucio pedacito de goma de borrar y dos monedas de diez
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Pero Quico paladeaba ya el caramelo y, de vez en cuando, lo sacaba de
la boca para desprender de él un pedacito de papel transparente. Cris, la
niña, cansada de tirar de él, empezó a llorar.
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Quico sonreía triunfalmente y, de nuevo, izó el Chupa—chups como
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De pronto, Juan, cuya garganta se movía lentamente, a intervalos,
como si tragase algo, se llegó a él, le quitó el Chupa-chups de la mano, le
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La esferita quedó truncada por unas estrías blanquecinas, como de
hielo, y Quico, al verlo, se enfureció, arremetió contra su hermano a patadas,
al tiempo que lloraba con rabia. La niña berreaba también, junto a él,
levantando sus rollizos bracitos hacia el caramelo y, súbitamente, la puerta
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voz dijo, desde lo alto de la bata:
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continuaba con las manitas en alto, mientras Quico y Juan se quitaban la
palabra de la boca, se acusaban mutuamente y, por fin, una mano que
emergió de la bata de flores, atrapó el Chupa—chups y dijo: —Hala, para
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Al cerrarse la puerta hubo un silencio expectante, como una pausa, que
Juan quebró, frotándose los nudillos de la mano con los de la otra y
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Súbitamente, Quico arrancó hacia el cuarto de plancha y voceó:
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—Ta-ta-ta-tá —dijo Juan, simulando apuntarle con una metralleta
mientras su hermano corría, y Cristina le miró a Juan y remedó con extraño
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Y luego sonrió y, se le formaban en la carne prieta de las mejillas unos
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armarios rojos y, justo en el momento que abría la puerta encristalada,
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topó impensadamente con una baldosa desnivelada, coleó y atrapó dos
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Quico le miraba atentamente, poniendo el mismo gesto de dolor que
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contra el delantalón gris, él lo hizo también contra las blandas estrías de su
pantalón de pana, aunque en forma apenas perceptible.
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Quico asintió sin palabras. Juan le oyó desde dentro, abrió la puerta del
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Pero vino la Vítora y le dijo a Santines, malhumorada.
—Podías haber subido más tarde, espabilado. Mira la hora que es. —No
uso —respondió descaradamente el chico, mostrando su desnuda muñeca.
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—No, ¿eh? Pues ya le diré a tu jefe que te merque uno, ¡no te amuela!
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cuencas. Se llegó a él, levantó el antebrazo y dijo mordiendo las palabras:
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El chico, que instintivamente había alzado un brazo para protegerse, lo
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Cris, sentada en el suelo, hurgaba en el cajón, alineaba las cebollas y
las naranjas en las baldosas, mientras Quico y Juan seguían el duelo
dialéctico, moviendo alternativamente la cabeza, como una partida de tenis.
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fogón de sintasol rojo. Santines la miraba hacer, observaba sus manos
torcidas, notoriamente agarrotadas, y, sin embargo, de movimientos ágiles.
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—¿Qué se te da a ti de mis manos?, ¿eh? Di.
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—¿Verdad, Vito, que hoy no me he hecho pis en la cama?
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Quico, en vista de que no lograba hacer descender la atención de
Santines, volvió a tirarle del mandil y cuando el chico le miró, le dijo: —¿Tú
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Santines rió en corto, con un deje como de aspereza y dijo:
—No, chaval; yo no voy al colegio.
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—¿Yo, malo? Yo estoy más bueno que Dios —dijo.
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—Toma, anda, lárgate y así revientes.
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—Yo no te quiero ni bien ni mal, para que te enteres.
Santines, con el cajón a la espalda, le hacía muecas tras los cristales
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Luego abrió la trampilla de bajo el fogón, arrimó un cubo y lo llenó de carbón
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—¿Vas a encender la calefacción, Vito? —preguntó Quico.
Los movimientos de la Vítora eran bruscos, de un malhumor reprimido.
La bata de flores rojas y verdes entró, de repente, en la cocina. —¿No vino
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consiguió y, entonces, sujetó el tirador con ambas manos e impulsó hacia
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has dicho? —dijo—; ¿no sabes que eso no se dice, que es un pecado muy
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La Vítora, acuclillada junto a la caldera, le miró entre compasiva y
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La bata de flores se había enderezado, mientras Quico se aplastaba
contra la mesa, junto a Juan. Dijo la bata:
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La Vítora alzó su mirada sumisa,
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—Si va por mí —dijo—, se equivoca.
Juan se agachó un poco y le dijo a Quico al oído: “Ji, leche” y Quico le
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La Vítora estrujó el periódico de la víspera, colocó unos palillos encima
y, finalmente, procurando no aplastar el papel, introdujo unas astillas, rascó
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Las llamas ascendieron, zumbando y caracoleando y Juan dijo:
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Quico le miró, escéptico.
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—Así, sólo que más grande. Ahí vas a ir tú si te repasas o dices esas
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Agachó la cabeza y se miró los pantalones, entre las piernas, y se pasó
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—Toca, Vito —dijo—. Ni gota.
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El fuego se incrementaba, silbaba; era como si la Vítora tratara de
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—¡El demonio! —chilló Juan de pronto—. ¿No viste saltar al demonio,
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La Vítora cargó la paleta de carbón y la arrojó sobre las llamas, que
empezaron a palidecer y a desparramarse y, poco a poco, con el rojo
resplandor, decreció la expectación de los niños. La Vítora concluyó de
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—¿Tiene alas el demonio, Juan?
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—¿Y vuela muy de prisa, muy de prisa?
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—Y si soy malo, ¿viene el demonio volando y me lleva al infierno?
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Juan levantó los hombros, sorprendido.
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una cazuela de aluminio que humeaba y ella colocó, sobre el hornillo grande,
otra cazuela, y en éstas llamaron a la puerta. La Vítora ladeó ligeramente la
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—Abre, Quico —dijo—. Es Domi.
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—Dila “buenos días, Domi”.
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apareció en el umbral, con el cuello del abrigo subido, dijo Quico. —Buenos
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—Nada, ya ve —respondió la Vítora.
—Buenas vacaciones —gruñó la vieja, contrariada, y agregó—: ¡Madre
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—¿Un perro? ¿Qué perro, Domi?
—Vamos, quita —dijo la Domi de mal talante—. ¡Qué chico éste! No la
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Se llegó al cuarto de plancha, guardó el abrigo en uno de los armarios
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Quico terció, mirando a los altos, girando la cabecita rubia hacia todas
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—¿Dónde está la mosca, Domi?
—¡Vamos, calla la boca tú!
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—¿Qué va a ser, señora? Lo de siempre.
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—Eso quisieran, pero ya ve, ni sitio.
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—Lo que dice mi Pepe, ahora hasta para entrar en el manicomio hace
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Suspiró hondo y, al fin, la lágrima resbaló mejilla abajo y, ya en la
comisura de los labios, la atajó con el envés de la mano. Dijo Quico, a sus
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—Domi, hoy no me he hecho pis en la cama.
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—Madre, ¡qué mozo! —dijo.
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—No se crea que es broma, señora Domi; el Quico no se ha meado hoy
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cogió y roció su carita de ruidosos, frenéticos besos. Dijo la bata: —Yo le
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La Domi dijo muy bajo, como si rezase, “Dios se lo pague”, y, después,
tan pronto la bata salió le dijo a la Vítora, cambiando la expresión de su
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—Arrima un poco de leche a la lumbre, tú.
La Vito suspiró. La asaltó repentinamente una idea, se volvió al armario
blanco, abrió una de las puertas, tomó un transistor, envuelto en una
desgastada funda color tabaco, y lo conectó. La voz salió un poco áspera, un
poco gangosa, un poco rutinaria:
“A Genuino {álvarez —dijo—, por haberle tocado a {áfrica, de quien él
sabe, oirán ustedes “Cuando salí de mi tierra””. Saltó la canción un poco
áspera, un poco empastada, un poco agria, pero Vítora se llevó las manos al
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—¡Ay, madre, se me pone un hueco así!
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—No, majo, pero como si lo fuera.
La Domi se levantó y tomó un plátano del frutero. Vestía toda de negro,
vestido, medias y zapatos negros y, en casa, se ataba a la cintura un delantal
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—Peor estoy yo, mira. El mío ya no vuelve.
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—Ande, señora Domi, para eso es usted vieja.
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—¿Eres vieja y te vas a morir pronto, Domi?
—Anda, quita de ahí. ¡Qué criatura más apestosa, madre! ¿No quieres
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—Como te hagas una gota te corto el pito, ya lo sabes.
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—¿Sabes que se ha muerto el Moro, Domi? —dijo.
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—¡Madre, cómo estará la bruja!
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—¿Qué bruja, Vito? ¿Dónde hay una bruja?
—Vamos, quita de ahí. Es que no la deja a una ni respirar, ¿eh? —
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piernas y canturreó: “Arre, borriquito, vamos a Belén...” y la niña se recostó
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“A Ezequielín Gutiérrez, de sus Papás, al cumplir los dos añitos con
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La Vítora iba del fogón a la cocina, de la cocina al escurreplatos, del
escurreplatos al armario, del armario a la despensa, de la despensa a la
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cuando suspiraba y decía: “Ay, madre”. Y desde que empezó la música los
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suspiros eran más profundos y frecuentes. Quico la miraba cada vez y, una
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—¿Sabes, Vito que la tía Cuqui va a traerme una pistola?
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Quico asintió de nuevo con la cabeza, sin cesar de morderse el labio.
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escurrirse hasta el suelo. La vieja se incorporó rutando: “Coña de cría, ¿qué
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—Domi, ¿sabes que hemos visto al demonio?
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—Sí, en la calefacción, ¿verdad, Vito?
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—A Julio Argos, al marchar a {áfrica, de sus amigos de la peña.
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—Sí, Domi; era el demonio y era negro y tenía alas y cuernos y...
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—¡Anda, quita del medio que te doy un...!
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sonrió y le acarició al niño la rubia cabeza con la mano, que ya tenía
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Ahora sale con que ha visto al demonio. Pues no, majo; el demonio está
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La habitación se hallaba limpia, ordenada, el suelo brillante, como si
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estancia en dos y bajo la ventana se tendía una mesa alargada, con la
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las camas de Pablo y Marcos, cubiertas de colchas de cretona y, entre ellas,
la amplia cuna de Quico con los costados de barrotes, como una cárcel. Al
penetrar en la habitación, Mamá le advirtió:
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—Cuando quieras pis, dilo.
Quico abrió las piernas y se miró los bajos de los pantalones y, como si
aquel examen no le convenciera, se pasó por ellos, primero la mano
izquierda, luego la derecha y, al concluir, dijo:
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—Sí, el Arco Iris —respondió Quico.
Juan entrecerró los cuarterones, tomó de la mano a Quico y con
precaución, en la penumbra, se desplazaron hasta los pies de la cuna. Los
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Quico se lanzó, de pronto.
—¿Por qué no haces el {ángel de la Guarda, Juan? —preguntó.
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Quico sonreía anhelante mientras Juan se encaramó en la silla, levantó
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—El {ángel es bonito, ¿eh, Juan?
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—¡Dios! —dijo de pronto—, si no es un ángel; es un demonio, ¿no lo
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—No es un demonio, Juan —dijo.
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—No es un demonio, ¿verdad, Juan?
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—Abre, Juan —dijo con voz trémula—. Es un demonio. Y hay una bruja
también. Domi lo dijo. Pero Juan no abría la ventana y decía, por el
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—¡Abre! —gritó—. ¡Juan, abre!
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—Hay un demonio y una bruja, Domi. Y el demonio quería llevarme de
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Juan se había sentado junto a los bajos de la librería, impulsó la
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botar un rato sin levantarse. Después tomó la caja de pinturas, con la tapa
rota, y la cambió de sitio. En el fondo había un fuerte, quebrado en una
esquina, en la empalizada, y Juan lo consideró un momento y, al cabo de un
instante, se volvió a Quico:
—¿No hay indios, Quico? —dijo.
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Quico se fue aproximando lentamente a su hermano y, al llegar a su
lado, propinó un puntapié al pelotón de colores:
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Se cambiaba el balón de pie y Quico le cerraba el paso, torpe,
inútilmente. Correteaba tras él sin esperanza y, a duras penas, lograba, de
tarde en tarde, tocar el pelotón.
En su forcejeo tropezaban en las sillas, se enredaban en el triciclo rojo,
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“Mira cómo corren los coches. ¡Huy, cuántos coches!” Y Cris replicaba con
sus labios gordezuelos, siempre húmedos: “A—ta—ta”.
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posición de firmes. Mamá ya no era una bata de flores rojas y verdes, sino
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en chancletas y un cigarrillo, con una hebra de humo azul, entre los dedos
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—Se volvió a la Domi—: Y usted, ¿para qué está ahí?
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—Mire, señora, ¿usted cree que hacen caso?
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—No os lo digo más veces, ¿me oís?
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En la portada decía: “La Conquista del Oeste”. Lo abrió y sus ojos,
atentos, se concentraron en el primer cromo y sorbió el texto como un licor
estimulante: “Hace unos ciento treinta años, el oeste era una misteriosa
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ferren—ferren” y pedaleó hacia atrás con gran agilidad y, luego, salió
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manillar y así, con él del revés, desanduvo el camino andado. De nuevo en el
cuarto, tomó el fuerte astillado, buscó un cordel, lo amarró al asiento, se
subió al sillín y pedaleó briosamente por el pasillo. El fuerte, al trompicar en
el suelo, hacía “boom, booombooom, booooom”, mientras la rueda delantera,
al girar sobre el eje reseco, hacía “güi—güiiii—güi” y Quico dijo para sí: “La
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—¡Juan, un camión con remolque!
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apeó, tomó el tubo de goma y subió de nuevo al triciclo. En su habitación
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vez más y con el tubo en la mano entró en el cuarto de baño rosa. Se apeó,
forcejeó un rato tratando de meter el grifo por el tubo y, como no lo
consiguiera, abrió el grifo y apretó el tubo contra la boca. Parte del agua
salía despedida en abanico y le mojaba el jersey rojo y la cara y la cabeza,
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Dio otras tres vueltas al grifo hasta el tope, pero al irradiar el abanico
con fuerza creciente, le hacía guiñar los ojos y reía al sentir las cosquillas del
agua. De pronto, sin saber cómo ni por qué, apareció en el marco de la
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Quico se apresuró, desmanotadamente, a cerrar el grifo y dijo:
—Sólo estoy echando gasolina al camión, Domi.
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—¡Huy, madre! Verás de que lo vea tu Mamá. Ya verás si te da ella
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Quico, con el flequillo adherido a la frente, palmeando una mano con
otra, como para limpiarse, los ojos infinitamente tristes, esperaba
impacientemente, en medio del charco, la aparición de Mamá. Oyó la puerta
de la cocina, luego sus pasos apresurados y la voz de la Domi cada vez más
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—Venga, señora. No hay quien pueda con él. ¡Mire cómo se ha puesto! Y
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A Quico le iba entrando una extraña debilidad en las piernas, pero
continuaba frotándose las manos, los ojos implorantes, inmóvil en medio del
charco, mas, al ver los ojos de Mamá, comprendió que había pecado y se
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mientras con el brazo izquierdo le sujetaba, con la mano derecha le palmeó
el trasero hasta hacerse daño. Bajo su brazo, Quico miraba a Juan, que
acababa de aparecer en la puerta y le hacía muecas, como si le apuntara con
algo y, finalmente, dijo: “ta—ta—ta—tá”.
Al fin, Mamá le soltó y Quico corrió a refugiarse en el hueco que
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y le vio allí, se acercó, le revolvió el pelo y le dijo:
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—Vaya, el niño está enfadado —dijo su hermana displicentemente. Y le
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—Mamá me ha pegado —dijo Quico, al fin.
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de Marcos. Tenía unos ademanes de incipiente coquetería, vagamente
estudiados. Juan se llegó hasta ella y le dijo, exagerando el gesto: —¡Jobar,
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—No me he hecho pis en la cama, andaaa.
Merche sonreía, incrédula:
—Sí, es verdad —aclaró Juan—. No se ha hecho pis en la cama. Del
pasillo llegaba un leve, estimulante olor a cocina. Entró Marcos lanzando la
cartera al alto y blocándola, al caer, como un guardameta. —¡Marcos!
—chilló Quico—. ¡Se ha muerto el gato de doña Paulina! —¿Ah, sí?
—Sí, y la Loren le tiró a la basura y el demonio le llevó al infierno y lo
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—Pablo, por favor, ¿puedes explicarme esto? No entiendo una palabra.
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—¡Caray, hija! No le dejáis a uno ni entrar en casa.
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Marcos, éste cogió el álbum de “La Conquista del Oeste” y le dijo a Juan:
—¡Tres! —dijo Juan—. Mira, éstos.
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despensa, levemente inquieta, levemente despatarrada y, al acercarse a ella,
percibió el olor y la miró y lo vio y voceó, hasta hinchársele la vena de la
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—¡Mamá, Domi, Vito, venir!
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La niña le observaba atónita, sus redondos ojos posados en el rostro de
su hermano y cuando concluyó de gritar, murmuró:
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—Sí, caca, caca, marrana —dijo Quico.
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—¡Bueno! —dijo la Domi hoscamente—. Y tú te haces pis, y eres un
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—Por qué no lo pides, ¿di?
—Vamos, calla tú la boca, que tienes por qué callar —dijo la Domi. El
niño salió corriendo hasta el cuarto de plancha, donde la Vítora se vestía y
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—Vito, Cris se ha hecho caca en las bragas.
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Pero el niño ya corría por el pasillo y, al llegar al extremo, intentó abrir
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—¡Mamá, Cris se ha hecho caca en las bragas!
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Quico permaneció unos instantes, inmóvil, a la puerta del aseo y, al
cabo, se encaminó al despacho y Merche y Pablo hablaban de ángulos y de
bisectrices y él dijo desde la puerta, disminuido por una vaga conciencia de
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—Bueno, anda, vete, acusica.
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Se puso de puntillas, agarró el picaporte y dio un portazo. Entonces
oyó, por encima de la voz de Lola Beltrán que entonaba “Ay, Jalisco, no te
rajes”, un agudo silbido, un silbido creciente que lo llenaba todo.
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trapo de cuadros y la olla, poco a poco, se amansaba e iba dejando de silbar.
En un rincón, la Domi embutía a Cristina en unas bragas limpias. Sonó el
timbre dos veces, una timbrada corta y otra larga. Dijo la Vítora:
—Tu Papá; abre por la otra puerta. Y dile: “Buenos días, Papá”.
Pero Papá no le dio tiempo, le levantó por las axilas y le dijo:
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Le besó. Traía la cara fría y la barba pinchaba. Al quitarse el abrigo,
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—Sí, y yo no me he hecho pis en la cama, ni me he repasado, y el Moro
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—Bueno, bueno —dijo Papá al entrar en el salón—. Son tantas noticias
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azules y los labios rojos y los dientes blanquísimos, y Papá miró a Mamá y
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en la mesita enana, y Papá le dijo suavemente:
—Un glace, esposa; ya, haz el favor completo.
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—Vamos, ¿quieres marchar de ahí?
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pequeño y su voz, en un principio re—
servadamente autoritaria, era ahora dura y contundente como la de un
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—¡Vamos, aparta! ¿No me oyes?
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Quico, ante el fracaso de sus propósitos, intentó asomarse por entre las
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bailarlo, mientras chillaba:
“¡Marcha!, ¿no me has oído?” y, al cabo, volvió a culear sin separar las
piernas, cada vez más frenéticamente, porque Quico, ante el nuevo
obstáculo, trataba ahora de quebrantar su resistencia atacando por los
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Quico levantó sus ojos azules, empañados por la decepción.
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Y Quico, que penetró en el comedor tras él, divisó la mesa puesta con el
mantel azul bordado y los siete platos, y los siete vasos y las siete cucharas,
y los siete tenedores, y los siete cuchillos, y los siete pedazos de pan y
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—Anda, trae el cojín —le dijo Mamá.
Y Papá, al sentarse y desdoblar la servilleta sobre los muslos, aún
murmuró, haciendo un gesto de asombro con los labios:
—No me cabe en la cabeza; no lo comprendo, la verdad.
Marcos, con el flequillo sobre el ojo izquierdo, se sentó a la mesa
levantando la pierna, sin separar la silla, y entonces dijo lo del avión
derribado, y Juan hizo “ta—ta—tá” y preguntó si iba a tirar una bomba
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atómica quedaban como si fueran de corcho y Marcos adujo que no, que
como de esponja, y buscó la corroboración de Papá y Papá dijo que tenía
entendido que más bien como de piedra pómez y, en éstas, Mamá, que servía
a Quico canelones de la fuente que sostenía la Vítora, les dijo muy
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—Mi pobre padre decía que las mujeres son como las gallinas, que les
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los párpados entre los limones y las hojas verdes, rizadas, de escarola, y las
escamas plateadas, primorosamente pintadas una por una y Mamá se volvió
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Mamá le arrebató violentamente el tenedor de la mano, cortó un
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—Déjale, qué manía de forzarle, cuando sienta hambre ya lo pedirá.
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—Lo del Congo es como Papá y Mamá; si nos peleamos nosotros, nos
separan, pero si se pelean ellos, hay que dejarles.
—Y si no la siente, que se muera, ¿verdad? Es muy cómodo eso. Los
hombres todo lo veis fácil. —Se volvió a Quico—: ¡Vamos, traga de una vez!
Quico tragó estirando el cuello, como los pavos.
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una por una las caras inclinadas sobre los platos, indiferentes. Sonrió y
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—Eso no se dice, ¿oyes? —dijo enfadada.
Quico consideró las risas retenidas de Merche y Marcos, sonriendo a su
vez, mordiéndose el labio inferior y repitió con más fuerza, desafiante,
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Mamá levantó la mano, pero no llegó a descargarla; se contuvo ante la
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La Vítora, conforme pasaba de uno en uno la fuente con los filetes, le
dirigía cálidas miradas de complicidad. Después, mientras Mamá le cortaba
el filete en fragmentos minúsculos, Quico sacó del bolsillo del pantalón el
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volvían locas por él y Merche dejó el tenedor en el plato de golpe, se llevó las
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—Qué horror, tan colocadito, me ataca.
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Quico le imitó, llevándose el tubo hasta el borde del ojo e hizo también
“ta—ta—tá”, y Mamá le dijo “come” y él masticó, cambiando de sitio el
pedacito de carne, cada vez más estrujado, cada vez más reseco, bajo la
atenta y desesperada fiscalización de Mamá que, al cabo de unos segundos,
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—Anda, échalo, ya se le hizo la bola; las tragaderas de este niño son
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Quico lo escupió. Era una bolita estoposa, de carne sin jugo, triturada,
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—Es la tele, ¿verdad, Mamá?
—Sí, es la tele; anda, come.
—No quieres que se me haga bola, ¿verdad, Mamá?
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—Si como, me hago grande y voy al cole como Juan, ¿verdad, Mamá?
Mamá suspiró, pacientemente:
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—Y cuando vaya al cole no se me hace la bola, ¿verdad, Mamá?
—¿Verdad, Mamá?; ¿verdad, Mamá?
—dijo Mamá irritada, sacudiéndole por un brazo—: ¡Come de una vez!
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—¿Verdad, Mamá que no te gusta que diga “verdad, Mamá; verdad,
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Mamá tenía los ojos brillantes, como si fuera a llorar. Musitó: “Yo no sé
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—Con la otra mano —dijo Mamá, vigilante.
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—Sí, ¿verdad? ¿Por qué no vienes a dárselo tú?
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—Ni lo sé, ni me importa —dijo Mamá.
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el diestro, pero los diestros les corrigen porque no toleran que otros tengan
más corazón que ellos, ya lo sabes.
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del cuchillo, sin tocarla con un dedo.
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Quico se quedó pensativo. Dijo, tras una pausa:
—La Loren le tiró a la basura, pero Juan vio salir un demonio de los
infiernos a por él, ¿verdad, Juan?
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—Di adiós a Papá y a Mamá, hija.
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—Hace con la mano como la Vito, ¿verdad, Mamá?
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—Vamos, come y calla. ¡Dios mío, qué niño!
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—¡Qué crío éste, con todo da!
La gafedad de sus manos se acentuaba ahora, con el azoramiento, al
mudar los platos y cuando la Domi salió con la niña en brazos, Mamá dijo
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—Domi, no le quite la fajita al acostarla. Está un poco suelta la niña.
Papá miró, de repente, con insistencia, como escrutándole, a Pablo: —El
domingo te imponen las insignias —dijo—. A las once en el estadio, no lo
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