Salvo en Francia, donde el doctrinarismo republicano llegó a consolidarse durante la segunda mitad del siglo pasado, toda Europa entra en el nuestro bajo monarquías cuyo arraigo popular es indudable, así la inglesa, la alemana y la italiana, o cuya pervivencia, pese a la existencia de movimientos hostiles a ellas, los nacionalismos balcánicos y el checo en el caso de la austrohúngara, el marxismo y el nihilismo en el de la rusa, todavía parece empresa hacedera. El resultado de la primera guerra mundial derriba, sin duda, para siempre, las monarquías alemana, austrohúngara y rusa; proceso que radicalizará la segunda guerra mundial, cuyo término hace caer el trono en Italia, en Yugoslavia, en Rumania, en Bulgaria y -tras diversas vicisitudes- en Grecia. Si la revolución de 1789 derribó la monarquía de Luis XVI, no borró en la sociedad francesa el sentimiento monárquico; basta repasar, para advertirlo, la historia ulterior a Napoleón el Grande.