Hacia finales del siglo XIX ya se había consolidado la ideología del nacionalismo en el imaginario europeo. El nacionalismo planteaba la idea de que un pueblo estaría unido sobre la base de una cultura, lengua, economía y geografía compartida, y que de allí brotaría un destino para el cual habría nacido.
En estas circunstancias, las naciones ya conformadas lucharían por crear un repertorio de símbolos y elementos para definir su identidad y competir contra otros en la consecución de su destino. En aquellas regiones donde persistían modelos imperiales, como el Imperio otomano y el Imperio austrohúngaro, comenzaba un proceso de erosión.