Los clorofluorocarbonos o CFC, desarrollados en la década de 1928 por Thomas Midgley, son conocidos como compuestos químicos que poseen carbono, flúor y cloro; cuando estos tres llegan a la estratosfera, entran en un proceso de división que los obliga a liberar los átomos de cloro, los cuales destruyen completamente la capa de ozono. Pertenecen a la familia de gases que se utilizan en distintos tipos de aplicaciones, esencialmente en la industria de los propelentes en aerosoles, refrigerantes en frigoríficos, haloalcanos en aeronaves, solventes desengrasantes, incluso hasta 2009, los CFCs podían encontrarse en inhaladores para controlar el asma. Poseen una gran resistencia en la atmósfera, aproximadamente entre 50 a 200 años. Tienen también un efecto invernadero porque absorben el calor de la atmósfera, envía una parte a la superficie del planeta y fomentan su calentamiento para lograr un cambio climático. Genera un impacto negativo sobre la salud mediante su inhalación, ingesta u otro tipo de contacto físico. La inhalación de CFCs afecta al sistema nervioso central, de manera que pueden provocar dificultad respiratoria, afecciones a los riñones y el hígado, cefaleas, temblores, convulsiones e incluso alteraciones del ritmo cardíaco y, en casos extremos, puede llegar a provocar casos de asfixia y muerte. El contacto de los CFCs con la piel puede provocar irritación epitelial, dermatitis o incluso congelación (en el caso de exposición a CFCs presurizados, como los presentes en refrigerantes). A su vez, la ingesta de CFCs puede ocasionar náuseas, vómitos, diarrea y otras alteraciones digestivas.
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