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La callada llegada del fanatismo - Coggle Diagram
La callada llegada del fanatismo
“No reapareció hasta pasados unos años y entonces la furiosa oleada de
descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto. La inflación, el paro, las
crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden ha sido siempre más
importante que la libertad y el derecho. Y quien prometía orden (el propio
Goethe dijo que prefería una injusticia a un desorden) desde el primer momento podía contar con centenares de miles de seguidores.
Pero todavía no nos dábamos cuenta del peligro. Los pocos escritores
que se habían tomado de veras la molestia de leer el libro de Hitler, en vez de
analizar el programa que contenía se burlaban de la ampulosidad de su pro-
Lecturas de ética y moral para jóvenes 115
sa pedestre y aburrida. Los grandes
periódicos democráticos en vez de
prevenir a sus lectores, los tranquilizaban todos los días diciéndoles que
aquel movimiento que, en efecto, a
duras penas financiaba su gigantesca actividad agitadora con el dinero
de la industria pesada y un endeudamiento temerario, se derrumbaría
irremisiblemente al día siguiente o al otro[…]
Entonces se manifestó por primera vez y a gran escala la técnica cínicamente genial de Hitler. Durante años había hecho promesas a diestro y
siniestro y se había ganado importantes prosélitos en todos los partidos, cada
uno de los cuales creía poder aprovechar para sus propios fines las fuerzas
místicas de aquel «soldado desconocido». Pero la misma técnica que Hitler
empleó más adelante en política internacional, la de concertar alianzas basadas en juramentos y en la sinceridad alemana con aquellos a los que quería
aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar tan bien
a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder
la alegría se apoderó de los bandos más dispares. Los monárquicos de Doorn
creían que sería el pionero más leal del emperador, e igual de exultantes estaban los monárquicos bávaros y de Wittelsbach en Munich; también ellos
lo consideraban «su» hombre. Los del partido nacional-alemán confiaban en
que él cortaría la leña que calentaría sus fogones; su líder, Hugenberg, se había asegurado con un pacto el puesto más importante en el gabinete de Hitler
y creía que de este modo ya tenía un pie en el estribo (naturalmente, a pesar
del acuerdo hecho bajo juramento, tuvo que salir por piernas después de las
primeras semanas). Gracias a Hitler, la industria pesada se sentía libre de
la pesadilla bolchevique; por fin veía en el poder al hombre a quien durante
años había financiado a hurtadillas
y, a su vez, la pequeña burguesía
depauperada, a la que Hitler había
prometido en centenares de reuniones que «pondría fin a la esclavitud
de los intereses», respiraba tranquila
y entusiasmada. Los pequeños comerciantes recordaban su promesa
de cerrar los grandes almacenes, sus
competidores más peligrosos (una