Nuestro modelo de desarrollo, no basado en la convivencia, sino en la dominación por destrucción de los recursos del ambiente, tenía necesariamente que conducir a unos ecosistemas por una parte altamente vulnerables, incapaces de autoajustarse internamente para compensar los efectos directos o indirectos de la acción humana, y por otra, altamente riesgosos para las comunidades que los explotan o habitan.