Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.